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Cuenta la leyenda que Lady Godiva era una mujer anglosajona del siglo XI que estuvo casada con Leofric, conde de Chester y de Mercia y señor de Conventry, que se hizo famosa por su bondad, piedad y su belleza. Viendo los apuros que atravesan sus vasallos para hacer frente a los tributos abusivos de su marido le pidió que rebajara los impuestos. Como condición ella debería pasearse desnuda por Coventry a caballo. Y así lo hizo.
Se trata de una figura histórica cuyo nombre quiere decir 'regalo de Dios'. Quizá salvando todas las distancias con el personaje histórico, o no, Godivah, desembarcó en Ponferrada hace nueve años «buscando un espacio» tras dejar atrás otro negocio. En pleno casco histórico, frente al Castillo de los Templarios, en una casa emblemática y con una aura que solo conoce quien ha traspasado su puerta.
La imagen de una gran Virgen en color hueso preside la emblemática y singular bodega que corona la subida de la avenida del Castillo por el puente García Ojeda que cruza el río Sil. «Hay mucha gente que ni la ve», señala Mirtha Linares, que regenta el negocio junto a Carlos Baños. Ella buscaba un espacio convencida de que «nunca ningún proyecto se repite». Así, «empecé de cero desde el minuto uno con los negocios, que ya son varios, y nunca tuve experiencia, ni en el dinero ni en el saber», relata.
El primero que montó fue con su madre, que abrió la primera tienda de chuches en la ciudad, más allá de los típicos kioscos, en las inmediaciones de la plaza Luis del Olmo. Años después se trasladó a la misma plaza frente al colegio de La Inmaculada y ella se encargó de habilitar una zona de decoración en la parte de arriba. Luego se fue a Islantilla (Huelva) donde regentó durante un verano una tienda de decoración. Volvió a Ponferrada y abrió un negocio hostelero situado apenas unos metros de donde se encuentra la Bodega de Godivah en el que daba desayunos y cafés, «sin embargo aquí doy más cenas», dice.
La intuición la guió y compró la bodega «sin entrar en ella, sin saber cómo estaba por dentro, sólo conociendo el precio». La compra se hizo en Madrid hace diez años y a partir de ahí empezó un trabajo duro. «Yo entré en la bodega y empecé la obra y nadie daba un duro por ella, todo el mundo entraba y volvía a salir, nadie quería presupuestar», explica Mirtha. Recuerda como tuvo que limpiar la piedra y tirar de unos cuantos carretillos cuando inició la adecuación, todo ello con la idea de que «se conservara tal y como está, que se respetara lo que había, porque sino no tendría ningún sentido». A partir de ahí entró en una unión con el espacio.
La Virgen fue lo primero que llegó a la bodega. Mirtha se emociona al recordar el motivo. «Como nadie quería hacer la obra, el último dinero que me quedó del otro lado que fueron 100 euros fui y la compré». A partir de ahí llegó todo lo demás, sin etiquetas. «Godivah es un lugar al que tú entras y te va a llevar a un lugar feliz de tu infancia», destaca. Algo que asegura nunca percibió «hasta que vi que existía». «Yo veo que la gente entra y encuentra un lugar que le lleva a su infancia», señala.
Al cruzar el umbral que separa la Bodega del Godivah de la calle los ojos se van hacia todos los lados del local y los recuerdos del tiempo pasado comienzan a agolparse. Un espacio enclavado en una bodega en la que se hacía vino y se jugaba a la partida en una vivienda que tiene más de 200 años y que su propietaria está convencida de que «me buscó» y que quiso conservar sin tocar nada, tal y como estaba, para mantener toda su esencia. Para todo lo demás se fió de su intuición.
La terraza es solo un aperitivo de lo que uno se va a encontrar al bajar los dos escalones de piedra que dan acceso a la bodega con paredes de piedra y donde la luz y el color ganan la batalla al aburrimiento dando paso a la sorpresa. Un gran ET da la bienvenida. De frente la Gioconda se abre paso entre Pinocho y una alacena de los años 60 que no pierde de vista desde lo alto Spiderman. «Un lugar en el que no ves todo, solo lo que necesitas», explica Mirtha. Esa «es parte de la magia». «Tú puedes ver a ET porque le tengas mucho cariño o a Pinocho, cada uno encuentra su espacio».
Lo singular del Godivah «es todo» porque todo lo que le da vida es reciclado. «A mí me encanta la basura, sacarle partido a las cosas que nadie quiere», resalta Mirtha. Se trata, a su juicio, «de respetar que al final todo vale y su esencia». Lo mismo que ha hecho con una casa que se compró en la calle Hospital «y es un espectáculo».
Gente de todo el mundo, entre ellos muchos peregrinos, pasan por esta singular bodega del casco antiguo de Ponferrada en la que para su dueña «las anécdotas más bonitas son las de los niños porque son los que más saben y los que más entienden», reconoce Mirtha, que desde el otro lado de la barra o en la misma cocina ha escuchado «la típica frase de «mamá existe el cielo tiene que ser parecido a esto» o «siempre que vengo aquí es como volver a casa»». Recuerda también la de una inglesa que sorprendida por ver las luces y la decoración de su terraza le preguntó sorprendida si era Navidad, a lo que ella contestó sin vacilar: «Aquí todo el año es Navidad».
Tiene claro que el Godivah gusta a todos. «Al joven le encanta, al pequeño le encanta y al mayor le encanta». Una admiración que para la propietaria de este bar y restaurante que más bien parece un museo «es un regalo» y que aún a día de hoy le sigue sorprendiendo cuando la recibe.
Para Mirtha la Bodega de Godivah es «un lugar de servicio muy sencillo» que no llegó por casualidad y en el que la cocina está abierta todos los días del año 24 horas «porque estoy en un lugar en el que cuando viene alguien hay que darle de comer». Una cocina en la que prepara de todo desde tapas de patatas bravas, alioli, huevos, tostas, hamburguesas, bocadillos, ensaladas, croquetas, chorizos, chichos… y así hasta un largo etcétera. «Es muy completa aunque sea sencilla», destaca.
Desde la atalaya del Godivah, un pequeño museo cargado de recuerdos de nuestra infancia que se abre paso frente a las almenas de la fortaleza templaria, Mirtha disfruta de todo lo que le ha aportado. Tampoco olvida los momentos más duros, que alguno también hubo, muchas veces innecesarios. Pero para ella sin duda ha valido la pena haber llegado hasta aquí. «Ha sido todo un reto y la enseñanza es muy bonita», concluye.
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